De ferias y libros según Eduardo Mendoza
Leíamos en Babelia este artículo de Eduardo Mendoza:
No hay pregunta más absurda, ni por cierto más repetida, que la del libro que uno se llevaría a una isla desierta. Es absurda por varios conceptos. Primero, porque se basa en la hipótesis, harto endeble, de que el barco en el que uno viaja dispone de una biblioteca borgiana, y de que al producirse el naufragio uno tendrá tiempo y ganas de decidir y encontrar el libro que desea llevar consigo, y fuerzas para llegar con él a la playa sin que se moje. Salvo que sea tan pesimista que ya lo lleve en el equipaje. Esto desde el punto de vista práctico. Desde el punto de vista de la literatura, el absurdo aún es mayor, porque un solo libro no pinta nada. Es como si a un general le ordenaran presentar batalla con un solo soldado, aunque fuera el más aguerrido. Los libros, como los soldados, funcionan no ya en número, sino a mogollón. Leer significa leer mucho y sobre todo haber leído mucho y variado. Algunos libros rematadamente malos ocupan un lugar importante en la formación y el corazón de cualquier lector. Un libro es una pieza encuadrada en un género, en una literatura, en una época. Y en un circuito comercial, porque el comercio es la argamasa que mantiene unido el edificio social: la comunicación en forma sólida.
Un libro no es un juguete y la lectura no es una diversión. El que uno pueda divertirse leyendo es otro asunto
A la feria hay que ir como quien va al huerto a recoger los frutos de la tierra: algo fatigoso y primordial
Según cuenta Frédéric Barbier en su interesantísima Historia del libro (Alianza Editorial, 2005), la primera feria del libro siguió al invento de la imprenta con tanta celeridad que es posible que en esa feria hubiera un solo stand con un solo libro y un solo vendedor: Gutenberg. Lo cierto es que alrededor de Gutenberg se movía, al margen de los impresores, una constelación de personajes anónimos pero imprescindibles: los inversores, los intermediarios que adquirían y suministraban el papel y el plomo, dos artículos raros y caros en aquella época, contables, los encargados de organizar el trabajo en el taller, los agentes comerciales en busca de mercados potenciales y los distribuidores del libro, por no hablar de las autoridades civiles y eclesiásticas que vigilaban el contenido de cada libro. La feria del libro de Francfort se empezó a celebrar a mediados del siglo XV, y consta que algunos libreros alemanes la frecuentaban a partir de 1460 para ofrecer los nuevos títulos salidos de las imprentas. El primer best seller, siempre según Barbier, fueron las Crónicas de Nuremberg, de las que se hizo una edición de 1.800 ejemplares. Como se ve, la lectura requiere recogimiento, pero al libro le va la marcha.
Ahora bien, una feria no es una fiesta, sino una organización más o menos festiva del trabajo. El hecho de que a la ardua, tediosa y abominable tarea de buscar y adquirir productos necesarios o superfluos lo llamemos ir de compras y lo consideremos una forma de ocio no debe llamarnos a engaño. La economía posindustrial consiste en una producción desmedida que exige un consumo galopante incentivado por cualquier medio. Uno de los objetivos de este estímulo es crear tal mareo en el consumidor que éste prefiera comprar sin saber lo que compra a tener que sopesar, valorar y decidir en función de sus necesidades y sus posibilidades. Pero esto pertenece al terreno de la psicología, la sociología y, en último término, de la moral, así que más vale dejarlo para otro día.
Una feria, como digo, no es un parque de atracciones, aunque lo parezca. Una feria no es sitio para niños, que se cansan y se agobian, por más que haya espacios especialmente destinados a entretenerlos con actividades que a menudo les producen más angustia que placer, como pintarles la cara de colorines. Esto no quiere decir que los niños no deban acudir a las ferias, y en concreto a la feria del libro. Pero no han de ir con espíritu de juerga. En contra de lo que propugnan la pedagogía moderna y unos planes de estudio que habrían escandalizado a Darwin, un libro no es un juguete y la lectura no es una diversión. El que uno pueda divertirse leyendo, como el que un cirujano se divierta operando, es otro asunto. A la feria hay que ir como quien va al huerto a recoger los frutos de la tierra: algo fatigoso y primordial. Sólo así se le encuentra a la feria un sentido distinto del de comprar por catálogo.
El que compra un libro, si lo hace de un modo consciente y concienzudo, no sólo pone los medios para la lectura, sino para la constitución y desarrollo de su biblioteca. Lo que en la feria es profusión y bullicio, en la biblioteca ha de ser sobriedad y rigor. Una biblioteca no decora, salvo que sea la obra de un coleccionista. Los libros suelen ser chillones, diseñados para llamar la atención del pasante ocioso, y los lomos, que es lo que se ve en una biblioteca, no tienen ninguna gracia y están hechos sin criterio: las letras van de arriba abajo o de abajo arriba, a gusto de la editorial. Si se colocan por orden alfabético de autores, como se suele hacer, el resultado es un batiburrillo de colores y tamaños.
No me extiendo más, aunque podría hacerlo. Sólo quería aprovechar que es temporada de ferias del libro y empieza la de Madrid para hacer unas reflexiones encaminadas a esta conclusión: que una feria es un lugar donde se celebra el libro, al autor y al lector, un acto de hermanamiento, una oportunidad para adquirir información, formarse opiniones, entablar contactos personales; y también es un homenaje al negocio de editar. Y una ocasión para comprender que la lectura, que es la raíz de todo lo anterior, es un acto individual y colectivo, y una empresa de la máxima trascendencia vital.
Eduardo Mendoza
0 comentarios